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PENSÉ DECIR

Ramiro Pereyra

Gráfica Pini Arpino


El bar esa noche estaba repleto de amigos. Recién escu­pía sus primeros olores la primavera, que enardecía las hormonas provocando partidas más veloces y emocio­nantes, con piezas que golpeaban el tablero estreme­ciendo las mesas, e irreprimibles grititos de alegría ante la obtención de cualquier ventaja, por pequeña que fuera, como el cambio de un caballo por un alfil en una posición semiabierta, o profundos suspiros por jugadas que no amenazaban más que la ruptura de un enroque. Los que no jugábamos nos divertíamos dan­do rienda suelta a nuestra verborrea, sobornando con cervezas nunca intermitentes nuestro escepticismo cotidiano. En medio de una charla que venía no sé de dónde ni a dónde iba, salió el tema de la prohibición, y como un motor de explosión el cuore me llenó la cara de color, y pensé decir:

No dejemos que avasallen nuestro derecho a decir, a cantar, a bailar. Digámosle no a la supuesta necesidad de seguridad, que amputa la expresión sin pautas pu­blicitarias, el arte por el arte, la belleza de una sonrisa imperfecta. Necesitamos un cambio que surja desde nosotros, debemos ser clandestinos hasta que todos lo sepan, copar todos los espacios con nuestras palabras, nuestras ideas, nuestras propuestas; trepar como una enredadera en los carteles, que nuestra voz subrogue a la del lucro. Hagamos el cambio que cambie el mundo.

Pero me levanté y grité:

¡QUÉ PASA QUE NO PODEMOS DECIR LO QUE QUEREMOS DECIR!

Entonces entró un funcionario cuyas credencia­les menos discutibles eran:

a) una cara de bulldog sodomita llena de cicatrices de pústulas adquiridas en una lejana juventud precozmente perdida y

b) un frondoso bigote tan delator de vigilantes como zapatos de vestir en una manifestación de Luz y Fuerza,

y dijo:

¡Silencio! Callen al indefinido, y cállenlo en sus cabezas, pues la idea que revolotea en ellas no es más que una palabra, la tan trillada “revolu­ción”, que tiene tantas interpretaciones posi­bles como posibles intérpretes, y no hace más que generar confusiones ideológicas pasadas de moda. Ya deberían saberlo: la única verdad es el tiempo, que pasa y todo se come. Y que la crisis del pensamiento radica en que trata de ocultar el absurdo de su ser, intentando abolir la simple idea de que la síntesis de todas las cosas es la nada, y por lo tanto no hay otra re­volución posible que el silencio; no hay cambio que tenga sentido si no apunta a mantener…

Alguien lo interrumpió apagando el televisor de un botellazo y los que jugaban volvieron a concentrarse en sus partidas y los que no volvi­mos a nuestros disgregantes diálogos, seguros aunque quizá inconscientes de estar un poco más cerca del fin de alguna de nuestras esperas.



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