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MALDITO SEAS
Juan Segundo Taborda
Gráfica Soledad Arrizabalaga


“La palabra te perturba y se transforma en una pesadumbre eterna. Es la palabra salida de la boca maliciosa, esa te traspasa y a la vez se queda en ti hasta que la persona que la disparo decida quitarle su poder”

Maldecir o insultar a alguien, no son parte de lo mismo. La imponencia de la palabra y la ensalada de fatídicos y potentes verbos oscuros salidos de cualquiera de esos dos actos, no tienen el mismo fin. La palabra maldita conlleva un acto adicional, una mezcla carnal que salta de los labios para impartir en el aire hedor a mal. Tengo recuerdos de cuando era chico y mi padre se la pasaba insultando al dios de los griegos cada vez que la carcacha que tenía para transportarse lo hacia renegar. Varias veces en el día salían al aire, con su vozarrón bien a lo tano, unos “me cago en Zeus”. Calculo que ningún castigo divino recibiré por las descargas de mi viejo. El insulto es sólo eso, una descarga, útil para dar respuesta a nuestras torpezas diarias o a nuestros enojos más simples.

La palabra maldita es una respuesta que se aproxima a un espasmo ideológico consciente. Sé qué te estoy diciendo, sé lo que me están deseando. Un deseo. Ojala te…

Decir mal. Desear mal. A las palabras se las lleva el viento, seguro, pero siempre y cuando no estén cargadas de energía negativa.

¿Quién no pensó dos veces, al hacer el segundo paso, cuando alguien le gritó o susurró un deseo maldito?. Parecería que ahí ya no hay corriente de aire potente y nada se puede dejar atrás tan fácilmente; aquí las palabras se estampan directo en el corazón y la consciencia del maldecido.

Hacer a la suerte y no dejarla libre. Atarla y condenarla a las malas rachas. No es justo para quien sea maldito. La palabra se confiere en deseo, mientras surca el aire y el tiempo.

Malditos son algunos pueblos, algunos días, algunas personas.

Quizás no se cruzaron con el mismo verbo extirpado de la boca del maldiciente, pero el deseo y el pensamiento se transforman en hechos. El poder del pensamiento nunca debió ser relegado. Malditos fueron los Kennedy, dicen algunas lenguas. Y fueron malditos por una anciana. La sangre toda de esa familia quedó marcada.

Quisiera justificar las malas rachas con “malas palabras” echadas a andar por algún desconocido. Necesitaría buscarme enemigos o por lo menos saberlos, en cuerpo y alma. Necesitaría identificar el origen de las malas compras, de las pesadumbres emocionales, de la mala suerte toda. Hay que pensar en magia pura y en estado latente. Conferirle capacidad efectual a las frases. Pensar en que no son sólo expresión, sino acción. Recuerdo a mi abuela cuando -por aprendizaje de generación en generación-, podía atenuar el dolor producto de las quemaduras, y todos los nietos corríamos a su falda para que balbucee algo extraño sobre las heridas. Creer o no. Si se puede soplar amor se puede soplar daño. Y si alguna vez te maldijeron sabrás lo que significa.

Me desperté dormido como todos los días.

Salí a cumplir con él. Desayuné y trabajé. Volví a las cuatro paredes que me cobijan. En el camino, cruzando la calle, me la encontré de frente. Miré adelante y no me detuve. Quise bajar por el cordón.

Porque el decir no me devolvería un insulto, una palabra maldita.

Calculé estos hechos antes de que sucedan; como calculo la cantidad exagerada de azúcar para que las cosas no queden desabridas. Crucé la vista; por mirar mal, casi me llevo por delante un puesto de praliné. Apreté los apuntes que traía con la necesidad de tener algo en que pensar y un peso que llevar. La miré de nuevo y no fuí indiferente.

Jugué con mis ojos buscando amenazar frente a ningún hecho.

No había pasado nada pero ya había decidido.

Caminé un poco, la distancia ya era mínima. La miré de nuevo, ya no me quedaba excusa para no hacerlo. La belleza llama ¡y de quémanera!. Los colores de su ropa eran hipnóticos. Dormí parado, ¿quién dice que no se puede?. Yo creo en el mal porque creo en el bien. Pienso que si mi nona Hilda tapaba dolor con unas palabras cuando mi rodilla ardía; ¿podía entonces esa bella mujer invocar a sus dioses para que me arda el alma?. Por las dudas no dejare de ser cortés. Me adelanto, ahora sí, pero en la bondad y la cordialidad.

Saludo y no me detengo ante su pedido.

El murmuro me rozó el cuello. Fatídicos días siguieron luego.

¡Maldito seas!, se escuchó al pasar.



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